Una humanidad renovada
Hech 5:27-32; Salm
150; Apocalipsi 1:4-8; Juan 20:19-31
“Cuando llegó la noche de aquel mismo día, el primero de la semana, estando
las puertas cerradas en el lugar donde los discípulos estaban reunidos por
miedo de los judíos, llegó Jesús y, puesto en medio, les dijo:
—¡Paz a vosotros!
Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Y los discípulos se
regocijaron viendo al Señor. Entonces Jesús les dijo otra vez:
—¡Paz a vosotros! Como me envió el Padre, así también yo os envío.
Y al decir esto, sopló y les dijo:
—Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les serán
perdonados, y a quienes se los retengáis, les serán retenidos.
Pero Tomás, uno de los doce, llamado Dídimo, no estaba con ellos cuando
Jesús se presentó. Le dijeron, pues, los otros discípulos:
—¡Hemos visto al Señor!
Él les dijo:
—Si no veo en sus manos la señal de los clavos y meto mi dedo en el lugar
de los clavos, y meto mi mano en su costado, no creeré.
Ocho días después estaban otra vez sus discípulos dentro, y con ellos
Tomás. Llegó Jesús, estando las puertas cerradas, se puso en medio y les dijo:
—¡Paz a vosotros!
Luego dijo a Tomás:
—Pon aquí tu dedo y mira mis manos; acerca tu mano y métela en mi costado;
y no seas incrédulo, sino creyente.
Entonces Tomás respondió y le dijo:
—¡Señor mío y Dios mío!
Jesús le dijo:
—Porque me has visto, Tomás, creíste; bienaventurados los que no vieron y
creyeron.
Hizo además Jesús muchas otras señales en presencia de sus discípulos, las
cuales no están escritas en este libro.Pero estas se han escrito para que
creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis
vida en su nombre.”
(Juan 20:19–31 RVR95)
Vivir la resurrección es vivir la nueva comunidad de paz
El capítulo 20 del evangelio de Juan recupera todos los temas abiertos en
el evangelio, los concluye y los proyecta hacia el futuro.
Estos temas son muchos, muchísimos, es un capítulo muy denso, de un
evangelio que empezaba con un nuevo Génesis, un nuevo inicio:
Jn. 1:1 En el principio era el Verbo,
el
Verbo estaba con Dios
y el Verbo
era Dios.
Jn. 1:2 Este estaba en el principio con Dios.
Jn. 1:3 Todas las cosas por medio de él fueron hechas,
y sin él nada de lo que ha sido hecho fue
hecho.
El libro del Génesis nos habla de un Dios creador, también de un Dios que
está en relación con su creación, y sobre todo de un Dios interesado en que esa
creación sea una buena creación.
El segundo capítulo del Génesis se centra concretamente en un acto un tanto
especial de la creación de Dios:
Entonces Dios, el Señor, modeló al humano de arcilla del
suelo, sopló en su nariz aliento de vida y el humano se convirtió en un ser
viviente.
De esta forma el Génesis presenta al ser humano unido al resto de la
creación y unido a Dios, pues por un lado está hecho de arcilla, como el resto
del planeta o de los animales, pero a la vez, es un ser viviente por el aliento
de Dios.
El evangelio de Juan recupera esta imagen y nos presenta hoy a Jesús
soplando sobre sus discípulos para darles el viento, el aliento o el Espíritu
Santo, como gustéis.
La resurrección de Jesús de Nazaret trae consigo un nuevo inicio, un nuevo
Génesis, un inicio sustentado en el Espíritu de la vida que forma una nueva
humanidad, o una humanidad renovada.
Y esta nueva humanidad está aquí representada por los discípulos, no por
los doce, o los once, sino por todos aquellos y aquellas que estaban
encerrados, muertos de miedo, esperando que los poderes de Jerusalén fuesen a
acabar con ellos, ahora que su maestro había muerto.
Está aquí representada por todos los seguidores y seguidoras de Jesús que
no saben qué hacer, que se esconden atemorizados.
Y que necesitan un encuentro con el resucitado, ¿para qué? ¿para cantar
himnos y salmos de gloria en su aposento?
No. Necesitan un encuentro con el resucitado para poder salir a fuera a
continuar con el trabajo de la nueva creación:
Como me envió el Padre, así también yo os envío.
Dice el relato del Génesis que:
Cuando El Señor, Dios, hizo la tierra y los cielos, aún
no había ninguna planta del campo sobre la tierra ni había nacido ninguna
hierba del campo, porque el Señor Dios todavía no había hecho llover sobre la
tierra ni había humano para que labrara la tierra,
El Señor Dios plantó un huerto en Edén, al oriente, y
puso allí al humano que había formado.
Tomó, pues, el Señor Dios al humano y lo puso en el
huerto de Edén, para que lo labrara y lo cuidara.
Como me envió el Padre, así también yo os envío.
Este es el inicio de una nueva humanidad enviada a labrar la tierra,
enviada a cuidar la creación, enviada a sembrar vida y a hacer brillar la luz
de Dios.
Pues en él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres.
El domingo pasado día de resurrección reflexionábamos siguiendo a Lucas de
que la experiencia del Resucitado es una experiencia personal, subjetiva, que
no puede dogmatizarse o explicarse fácilmente, pero que es necesaria,
imprescindible, para poder levantarse y andar en la esperanza que provoca
saber que sí, que la acción de Dios ha empezado a hacerse realidad en Jesús de
Nazaret,
y que empieza a alcanzarnos. También decíamos que es muy posible que ni
siquiera seas consciente de esa experiencia, que no puedas localizarla, o
explicarla como algo concreto.
Juan también reflexiona sobre el problema de la experiencia, el problema de
localizar la experiencia que provoca el creer en un hecho tan delirante como la
resurrección del crucificado.
En Juan hay un discípulo desconocido que como las mujeres de Lucas también
cree sólo con ver la tumba vacía.
En cambio María para creer necesita que Jesús le llame por su nombre,
y los discípulos que están encerrados con miedo creen cuando ven a Jesús,
pero Tomás necesita tocar con sus propias manos sus heridas.
Pero Juan tiene un énfasis especial en todo su evangelio sobre la
comunidad, y también aquí.
Cada uno tiene su tiempo y necesita su experiencia para creer que Jesús es
el Resucitado, experiencias diferentes para personas diferentes que viven a
Jesús de forma diferente;
Pero esto no significa que el encuentro con el Resucitado de por resultado
individuos iluminados que son esparcidos por el mundo,
sino al contrario, el resultado de la resurrección es una humanidad
renovada, una nueva comunidad que podemos identificar con la iglesia, si lo
hacemos en un sentido amplio de la palabra.
La iglesia entonces está formada por todos aquellos y aquellas que de
alguna forma han experimentado la resurrección de Jesús y su aliento les ha
dado una nueva vida.
En la iglesia que está encerrada, temiendo al mundo, escondida en sus
propios temores, en esa iglesia aparece Jesús, sin picar a la puerta, sin pedir
permiso, se pone en medio con un mensaje:
“paz a vosotros” y con su aliento de vida, vivifica a los seres humanos
para enviarlos al mundo que temen y lo cuiden como se cuida un jardín.
Paz a vosotros.
Paz a los que tienen miedo, paz a los que se encierran, paz a los que creen
con alegría viendo al Señor,
paz a los que necesitan tocar las heridas de Jesús, paz a todos los que con
mentalidades tan distintas y con formas de entender y experimentar a Dios tan
diferentes,
tenéis un mismo envío: el mismo envío que el hijo de Dios.
Paz de Dios a los discípulos que se esconden, que no tuvieron el valor de
acompañar a Jesús en la cruz, paz.
Y paz que debemos llevar como humanidad renovada a esta creación de la que
seguimos siendo parte, debemos llevar la paz de Dios.
Paz, otro de los grandes temas del evangelio de Juan:
“La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy como el
mundo la da. No se turbe vuestro corazón, ni tenga miedo.”
Paz a vosotros
La paz de Dios no es como la paz del mundo porque no se impone como los
imperios de este mundo pacifican las sociedades, los países y los conflictos,
la paz de Dios se da, se ofrece, se regala.
Paz a vosotros
La paz de Dios no es la ausencia de conflicto, porque en la ausencia de
conflicto también cabe la invisibilidad.
Cuando hacemos invisible al que sufre no podemos decir que estamos en paz
con él.
Cuando ignoramos a los que no nos gustan, a los que nos han hecho daño, o a
los que nos decepcionan no hay verdadera paz.
La paz de Dios es poder restaurar y mantener las relaciones de la misma
forma que Dios restaura y mantiene su relación con el ser humano, contigo y
conmigo, por medio de Jesucristo.
La paz de Dios no es algo que surge de nuestra posibilidad, de nuestra
capacidad, la paz de Dios surge del aliento, del soplo de Jesús Resucitado.
La paz de Dios nos empuja a vivir la nueva comunidad a pesar de sus
errores, de sus miedos y de sus traiciones.
A pesar de nuestras de dudas y de nuestras incredulidades, la paz de Dios
es lo que posibilita que la relación que tenemos con el Creador sea también una
relación con lo creado.
Por eso Jesús dice:
A quienes perdonéis los pecados, les serán perdonados, y
a quienes se los retengáis, les serán retenidos.
Algunos al leer esto han pensado en algún poder apostólico que puedan tener
pastores, curas o cardenales para hacer de Dios en la tierra decidiendo a quién
sí o a quién no se le perdonan los pecados.
Nada más lejos de la realidad, esta es una sentencia dirigida a la iglesia
como único cuerpo de Cristo, y aunque me es imposible hoy hacer una explicación
teológica de la misma,
me gustaría poder dejar una pincelada en cuanto a alguna de las
consecuencias que esta verdad tiene para nuestras relaciones.
Lo que está detrás de esta frase es la diferencia entre la paz de Dios y la
ausencia de paz.
Porque el pecado, el error, el fallo humano impide la paz.
Podemos cometer errores que nos impidan sentir la paz de Dios y que nos
impidan vivir en paz con nuestro prójimo con el que tenemos al lado.
Y sabemos que Dios nos perdona, que Jesús irrumpe y se pone en medio
nuestro y que su aliento nos da una vida nueva.
Pero todo esto puede quedar ahí, vacío, en el plano de la espiritualidad,
la espiritualidad vacía, si no perdonamos o si no nos perdonan.
En otras palabras, si el perdón de Dios no tiene consecuencia alguna en
nuestras relaciones, nuestra experiencia del perdón de Dios queda muy limitada.
Palabras preciosas son las que dicen Dios te perdona, Dios te acepta, Jesús
te ama, pero tú ¿tú me amas?
¿yo te acepto? ¿te perdono? ¿tú me perdonas?
El aliento de Jesús está sobre nosotros, a quienes perdonamos sus errores
les damos la paz de Dios,
pero cuando no perdonamos o no somos perdonados, nos atamos, y mantenemos
las consecuencias del pecado entre nosotros.
Donde no hay perdón hay una atadura.
Sabemos lo difícil que puede llegar a ser perdonar.
Si con perdonar queremos decir, olvidar: “tu allí y yo aquí, no tengo nada
contra ti, vive tu vida y yo la mía” aún, aún lo hacemos,
pero en este perdonar realmente no hay una reconciliación que nos permita
vivir en comunión.
Pero el perdón de Dios, que debe ser nuestro perdón, es el perdón que
restaura las relaciones, no el que las distancia eternamente.
La mayoría de las veces no es que no queramos perdonar, es que no podemos,
porque perdonar es morir, es crucificarse.
Y perdonar es difícil porque el perdón es como el creer: cada uno tiene su
tiempo y cada cual necesita su propia experiencia que le permita dar el paso de
perdonar o de recibir el perdón.
Pero si sabemos que la nueva comunidad del resucitado ha de decir: “paz a
vosotros” y lo ha de decir cuando mira hacia fuera;
pero sobre todo lo ha de decir cuando mira hacia adentro.
Si sabemos que nuestro ministerio es el de la reconciliación, y para eso
somos enviados, como el Padre envió a Jesús, entonces, no podemos conformarnos
a nuestra propia limitación,
donde no hay perdón no puede haber conformismo.
Si hace falta hagamos como Tomás, que aun reconociendo su incapacidad para
creer se mantuvo con los discípulos esperando poder tocar las heridas del
crucificado.
Porque “creer” es aceptar la paz de Dios, y aceptar el envío de vivir esta
paz y llevarla a toda la creación.
Todo lo que se ha escrito tiene una sola intención: que creamos y que
creyendo, tengamos vida, una nueva vida en el Espíritu del crucificado.
El soplo del resucitado te envía, nos envía a llevar la paz de Dios, la
misma paz que Dios te ha ofrecido como un precioso regalo para vivir una vida
libre, renovada y sin ataduras.
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